Siempre hay
Siempre
hay hojas
de
un periódico viejo
arrastradas
por el viento
a
una calle sombría.
Siempre
hay sueños
viejos
o nuevos,
arrastrados
por la vida
a
un callejón sin salida.
Siempre
hay palabras
mal
escritas, vidas mal vividas,
cuerpos
mal amados.
Siempre
hay un revólver cargado
esperado
en alguna parte
que
alguien se atreva a usarlo.
Siempre
hay un cigarrillo consumiéndose
entre
los dedos de alguien que a su
vez
entre
los dedos de alguien se consume.
Siempre
hay un vestido de lunares,
unas
medias de rejilla,
unos
tacones negros
y
un alma a juego.
Siempre
estoy yo
al
otro lado en el espejo,
hasta
que deje de estar
y
esta manta gris sea una sábana blanca
y
no sea yo quien me tape.
Pero
siempre habrá alguien
que
al pasar por una calle sombría
vea
las hojas de un periódico viejo
arrastradas
por el viento
y
al llegar a casa escriba:
Siempre
hay hojas
de
un periódico viejo
arrastradas
por el viento
a
una calle sombría.
Siempre
hay sueños,
viejos
o nuevos,
arrastrados
por la vida
a
un callejón sin salida.
Si estás buscando busca
en la ropa tendida
en el balcón de la vecina,
en el maletero de un
coche sin matricula,
en este país, en la
frontera, en cualquier comisaría,
en todos los lugares
que nunca imaginaste,
en el asiento
trasero de un coche viejo,
en los espejos
retrovisores,
en la luz azul de
las calles en invierno,
en el amarillo del
trigo que agoniza,
en el fondo de tus
ojos, y en los de ellos,
en la trastienda del
éxito,
en la ceniza que
desprende tu vida al consumirse,
en las entrañas de
la psique,
en los gatos de la
calle,
en los pasos de
nadie,
en los sueños que
salieron disparados detrás de tus fracasos,
en los barcos
varados,
en los corazones que
laten después de muertos,
en los cruces de
caminos,
en las puertas
giratorias del olvido,
en lo que ibas a
ser,
en lo que ibas a ser
y lo que has sido.
Los caballos seguirán corriendo
Éramos felices.
No todo el tiempo,
el suficiente cada
día
para afirmar que lo
éramos.
A veces a última
hora de la tarde
aún había luz, y
la suerte
a pesar de estar
siempre tan ocupada,
parecía hacerme un
guiño,
un gesto de
complicidad que alejaba
por un momento la
certeza
de que cuando ya no
estuviera allí
los caballos
seguirían corriendo.
Todo seguiría su
curso,
igual o mejor,
porque un adiós
también mejora un
paisaje a veces.
Un Laguna heredado
El Laguna blanco
del que hablo
había sido taxi
durante casi diez años.
Un zorro viejo, pero
qué maravilla.
Más de cien mil
kilómetros
y no se achicaba
ante nadie.
En él recorrí gran
parte del país:
Sevilla,
Madrid, Granada,
Murcia,
Córdoba, Almería,
un sinfín de
pueblos, carriles,
playas, puertos de
montaña...
¡No se le resistió
nada!
En él me
emborraché, fumé, amé,
descubrí lo mejor y
lo peor del ser humano,
la enfermedad, el
dolor, sus estragos.
Y fui feliz con el
rugir de la libertad en seis marchas.
Un Laguna
blanco y desvencijado
donde más de una
noche dormí en la reserva
y una madrugada
prometí escribirle
algo parecido a un
poema.
Mi alma en aquel
tiempo,
hojarasca mojada por
la lluvia,
arrastrada por el
viento, encontró
en ese Laguna
blanco y viejo
un refugio donde
llorar sin hacer ruido,
una guantera llena
de versos,
y un asiento trasero
donde ser algo con cualquiera
que fingiera amarme
o fingiera a secas.
Sobre aquellas
cuatro ruedas salí disparado
la mañana que
escuché a mi corazón y aceleré
dejando atrás
aquellos campos de girasoles muertos
sin miedo a que
ardieran mis alas a lomos de aquel zorro
viejo.
De la derrota
Conozco la agonía
de la lona,
el crujir de las
cuerdas, el hedor del fracaso.
Poco o nada sé de
la derrota, sé que existe,
y
que a veces me ronda.
Yo pego un tiro al
aire y cierro
ventanas y puertas
con llave.
Detrás de cada
horizonte no encontré nada, ni a nadie.
Aun así seguí
adelante.
No debí adentrarme
más allá de la bruma del deseo,
donde sólo hallé
un dolor que creía emancipado
abierto como una
flor entre piernas de mujeres
que tras de mí se
iban cerrando.
No debí acercarme
tanto, ni amarrado al mástil
debí escuchar sus
cantos.
Insistí como el mar
insiste ola a ola en romper la roca,
en abrir caminos de luz donde ver y oir,
pero sólo hallé
piel, laderas, montes y dunas,
y sólo alcancé a
abrir la boca
a la hora de cantar
el desengaño en todos sus idiomas.
No debí aceptar
aquella última copa
rebosante de la
mejor culpa espumosa.
Poco o nada sé de
la derrota.
Sé que existe,
porque otros la nombran.
Yo coso con hilo de
olvido todos mis fracasos
para seguir
navegando sin miedo a los naufragios,
qué recuerden
ellos, me digo, y levo anclas y alzo velas.
Noche entre luces.
Lorite Serrano.