viernes, 20 de septiembre de 2024

5 poemas de Noche entre luces.




Siempre hay


Siempre hay hojas

de un periódico viejo

arrastradas por el viento

a una calle sombría.

Siempre hay sueños

viejos o nuevos,

arrastrados por la vida

a un callejón sin salida.

Siempre hay palabras

mal escritas, vidas mal vividas,

cuerpos mal amados.

Siempre hay un revólver cargado

esperado en alguna parte

que alguien se atreva a usarlo.

Siempre hay un cigarrillo consumiéndose

entre los dedos de alguien que a su vez

entre los dedos de alguien se consume.

Siempre hay un vestido de lunares,

unas medias de rejilla,

unos tacones negros

y un alma a juego.

Siempre estoy yo

al otro lado en el espejo,

hasta que deje de estar

y esta manta gris sea una sábana blanca

y no sea yo quien me tape.

Pero siempre habrá alguien

que al pasar por una calle sombría

vea las hojas de un periódico viejo

arrastradas por el viento

y al llegar a casa escriba:


Siempre hay hojas

de un periódico viejo

arrastradas por el viento

a una calle sombría.

Siempre hay sueños,

viejos o nuevos,

arrastrados por la vida

a un callejón sin salida.



Si estás buscando busca


en la ropa tendida en el balcón de la vecina,

en el maletero de un coche sin matricula,

en este país, en la frontera, en cualquier comisaría,

en todos los lugares que nunca imaginaste,

en el asiento trasero de un coche viejo,

en los espejos retrovisores,

en la luz azul de las calles en invierno,

en el amarillo del trigo que agoniza,

en el fondo de tus ojos, y en los de ellos,

en la trastienda del éxito,

en la ceniza que desprende tu vida al consumirse,

en las entrañas de la psique,

en los gatos de la calle,

en los pasos de nadie,

en los sueños que salieron disparados detrás de tus fracasos,

en los barcos varados,

en los corazones que laten después de muertos,

en los cruces de caminos,

en las puertas giratorias del olvido,

en lo que ibas a ser,

                       en lo que ibas a ser

y lo que has sido.



Los caballos seguirán corriendo


Éramos felices.

No todo el tiempo,

el suficiente cada día

para afirmar que lo éramos.

A veces a última hora de la tarde

aún había luz, y la suerte

a pesar de estar siempre tan ocupada,

parecía hacerme un guiño,

un gesto de complicidad que alejaba

por un momento la certeza

de que cuando ya no estuviera allí

los caballos seguirían corriendo.

Todo seguiría su curso,

igual o mejor, porque un adiós

también mejora un paisaje a veces.



Un Laguna heredado


El Laguna blanco del que hablo

había sido taxi durante casi diez años.

Un zorro viejo, pero qué maravilla.

Más de cien mil kilómetros

y no se achicaba ante nadie.

En él recorrí gran parte del país:

Sevilla, Madrid, Granada,

Murcia, Córdoba, Almería,

un sinfín de pueblos, carriles,

playas, puertos de montaña...

¡No se le resistió nada!

En él me emborraché, fumé, amé,

descubrí lo mejor y lo peor del ser humano,

la enfermedad, el dolor, sus estragos.

Y fui feliz con el rugir de la libertad en seis marchas.

Un Laguna blanco y desvencijado

donde más de una noche dormí en la reserva

y una madrugada prometí escribirle

algo parecido a un poema.

Mi alma en aquel tiempo,

hojarasca mojada por la lluvia,

arrastrada por el viento, encontró

en ese Laguna blanco y viejo

un refugio donde llorar sin hacer ruido,

una guantera llena de versos,

y un asiento trasero donde ser algo con cualquiera

que fingiera amarme o fingiera a secas.

Sobre aquellas cuatro ruedas salí disparado

la mañana que escuché a mi corazón y aceleré

dejando atrás aquellos campos de girasoles muertos

sin miedo a que ardieran mis alas a lomos de aquel zorro viejo.


De la derrota


Conozco la agonía de la lona,

el crujir de las cuerdas, el hedor del fracaso.

Poco o nada sé de la derrota, sé que existe,

y que a veces me ronda.

Yo pego un tiro al aire y cierro

ventanas y puertas con llave.

Detrás de cada horizonte no encontré nada, ni a nadie.

Aun así seguí adelante.

No debí adentrarme más allá de la bruma del deseo,

donde sólo hallé un dolor que creía emancipado

abierto como una flor entre piernas de mujeres

que tras de mí se iban cerrando.

No debí acercarme tanto, ni amarrado al mástil

debí escuchar sus cantos.

Insistí como el mar insiste ola a ola en romper la roca,

en abrir caminos de luz donde ver y oir, 

pero sólo hallé piel, laderas, montes y dunas,

y sólo alcancé a abrir la boca

a la hora de cantar el desengaño en todos sus idiomas.

No debí aceptar aquella última copa

rebosante de la mejor culpa espumosa.

Poco o nada sé de la derrota.

Sé que existe, porque otros la nombran.

Yo coso con hilo de olvido todos mis fracasos

para seguir navegando sin miedo a los naufragios,

qué recuerden ellos, me digo, y levo anclas y alzo velas.




Noche entre luces.

Lorite Serrano.