viernes, 24 de octubre de 2025

Fragmentos: La carta.

 


La carta.


Fue por entonces que llegó la carta. No era una carta de Hacienda, ni de la Seguridad Social, ni de remite extranjero. Todas estas hubiesen justificado su inquietud. Era un sobre blanco, sencillo. Las señas estaban escritas a mano, seguramente con la tinta azul de un boli Bic. Él conocía bien la letra. Esa letra era el motivo de su pulso acelerado. Hubiese encencido un cigarrillo, pero recordó que hacía años que había dejado de fumar. Fue en aquella tierra caliente. Pero todo aquello parecía haber ocurrido hacía tanto tiempo, que decidió no abrir siquiera el sobre. Era verdad. Él no quiso creer lo que leía en los periódicos, pero era verdad. Él no dio crédito a los limpiabotas de Plaza Patria, ni a las chicas de El Rosinal, ni al señor de los tamales; todos repetían una y otra vez, cada cual a su modo, lo que él se negaba a aceptar con la misma fuerza que, en otro tiempo, lo había impulsado a arribar a aquella tierra: no era ni sería un verdadero artista.


Lorite Serrano. 



viernes, 17 de octubre de 2025

Fragmentos: Una mañana en las afueras.





 Una mañana en las afueras.


Estaban en las afueras, en un centro comercial, en la azotea. Ella fumaba. Él apuraba un café y fumaba. Se levantaron de la mesa y caminaron de un lado a otro de la terraza. El sol brillaba. Ella le preguntó si iba en serio. Si no había vuelta atrás. Él no dijo nada. Ella trató, sin éxito, de hacerle ver el error en el que se encontraba. Él no dijo nada. Sabía que ella nunca soportó el silencio, tampoco la soledad, así que no dijo nada.

_Estás loco -dijo ella, elevando sutilmente el tono natural de su voz.

_ No lo sé -contestó él, pausadamente, mientras encendía un cigarrillo y arrojaba la cerilla al pequeño lago artificial de la primera planta-. Eso sólo podría decirlo un médico; uno que hubiera estudiado para ello. Y ninguno de los dos lo somos. Sólo somos nosotros, nada más.

_Lo estás, claro que lo estás. Y quieres hacernos sentir culpables al resto por no estarlo, ¿Es eso?

_Podría ser -contestó, y le dio una calada honda y sincera al cigarro, consumido ya hasta su mitad.

_Podría ser, podría ser...-balbuceó ella, mientras se daba la vuelta y cubría sus ojos con unas gafas de sol cuadradas y oscuras-. Deberías estar encerrado en un manicomio. O en una clínica... ¡O en la cárcel! Una cárcel para cínicos.

_Eso no existe. Tendrías que oírte...

Ella no dijo nada. Rompió a llorar en silencio. En silencio salieron a la calle. Él miró hacía un lado y se vio en el cristal de un coche aparcado junto a la acera. Había envejecido, no podía negarlo. Quizás ella estuviera en lo cierto, se dijo, y estaba loco. Quizás todo fuera una locura transitoria, fruto de la nostalgia, de la añoranza de otro tiempo. Por qué renunciar a la seguridad que ella le ofrecía. Por qué embarcarse en una lucha que todos sabían perdida de antemano. No puedes obligarla a embarcar, se dijo, ni a que obligue a hacerlo a alguien más. Este mar es sólo tuyo. Zarpa. Tienes mucho que remar todavía, y algo parecido a una vida que jugarte. Encendió otro cigarrillo y se mantuvo en silencio el resto de la mañana. Sabía que ella no soportaba el silencio. Aquel silencio mataba lo que sentían. Y verlo morir de ese modo era verse morir a sí mismo. A esa parte de sí mismo que debía morir para poder seguir viviendo.


Lorite Serrano.

sábado, 11 de octubre de 2025

Fragmentos: Frente al espejo.


 


Frente al espejo.


Y es en ese momento cuando no puedo evitar ver como la hoja se desliza por mi cuello. Un corte seco y limpio. La sangre liberada y caliente empapándolo todo. Esa es la razón por la que no me afeito a diario. Cuando pienso en hacerlo, inevitablemente llega la imagen de mi cuello degollado, y lo pospongo.

-Continúa- dijo Anita.

-No hay nada más- contestó Ernesto-. Es eso. Y no es agradable.

-Pues yo me estoy excitando.

-¿De oírme decir que cada vez que veo mi cara en el espejo al afeitarme imagino mi cuello degollado por mi propia mano?

-No es eso. Es que me siento identificada. Me veo en ti como en un espejo. Yo también pienso en hacerlo, ¿sabes? Cada día hay un momento en que desearía hacerlo. Y escucharte hablar así…

-¡Un momento, yo no deseo hacerlo! Ni siquiera pienso en ello.

-Pero has dicho que…

-Digo que cada vez que estoy frente al espejo con una cuchilla de afeitar en la mano, inevitablemente llega a mi mente esa imagen. Quizá por miedo a que suceda fruto de un descuido, un error de cálculo, un impulso incontrolable consecuencia de una enajenación mental transitoria. Pero no como algo voluntario.

-Eso es porque, en el fondo, quieres hacerlo. Tú y yo nos parecemos mucho, ¿sabes?



Lorite Serrano.






sábado, 4 de octubre de 2025

Fragmentos: Gatos en la playa.

 



Gatos en la playa.


Oh, no, no le dé de comer a los gatos. Ya no sabemos qué hacer. Hay cuarenta y ocho gatos y, si todo el mundo hiciera lo que usted... Muy bien, dije, guardando un trozo de pescado en el bolsillo de mi bañador. En la mesa de atrás almorzaba un gitano y varias mujeres y niños, algunos de ellos cíngaros. Los niños jugaban en el suelo cortando el paso hacia el baño, obligando al resto de comensales que necesitaran acceder al aseo a cruzar el salón interior. Jugaban y alimentaban a los gatos. Nadie les dijo nada. Ni de los gatos ni de cualquier otra cosa. La camarera tenía tatuado en español: Prefiero ser loca y feliz a normal y amargada. Bastaba con tenerla delante para darse cuenta de que no era feliz, ni normal. El dueño era italiano. No dejaba de hablar, siempre renegando, y bregaba con camareros y clientes con la misma vehemencia aparentemente desinteresada. Los camareros no eran camareros, simplemente servían las mesas. El único individuo interesante trabajaba en la sombra. Entre leña de olivo y un santo tallado en madera, que el mar había escupido en tiempos de posguerra, espetaba sardinas un paraguayo moreno y sabio. Nos contó la historia de la torre del lugar, y, cuando le hablé de la perfección del mar, me habló de una luz blanca y cegadora que le había sorprendido una noche en mitad de algún lugar. Al otro lado de la torre y las sombrillas, en una ensenada de rocas, el mar rompía sincero y cruel.

Los gatos cruzaban de acá para allá libres y enteros. Todos con sus huevos bien pegados al culo. No se parecían en nada a los gatos de la ciudad. No estaban gordos, no eran lentos ni confiados. Miraban como tigres. Violencia primigenia atrapada en ese desierto eléctrico que es el fondo del ojo de un gato. Dormían entre las rocas, y si bajaban a la terraza del chiringuito no era buscando caricias, sino restos de espeto o un trozo de pescado frito. Éramos el medio de conseguirlo, nada más. Tenían el mar, no necesitaban nada de nosotros. Ni siquiera los restos de espeto. Pero la temporada baja era demasiado larga y aprovechaban el verano y los turistas para recubrirse de esa fina capa de grasa que les ayuda a combatir la escasez del invierno.

Terminamos de comer y volvimos caminando hasta el lugar donde habíamos dejado nuestras cosas. ¿No es horrible la playa cuando hay gente? Cerca de la orilla una lancha depuradora limpiaba el agua. Sonreí imaginando que salía del agua y barría los primeros veinte metros de sombrillas, neveras, toallas...Fui feliz fantaseando con que era yo quien manejaba esa máquina.

Siempre nos pasa lo mismo, tendríamos que haber venido en septiembre. Alguien dijo: es este calor, es esta inercia; nos dejamos arrastrar...

Es este vellocino mugriento del que no podemos desprendernos, pensé, mientras abría una lata de cerveza. Entonces volví a los gatos de la playa. Éramos como ellos, me dije, mintiéndome, no necesitábamos caricias, nos bastaba con el mar y un pedazo de espeto. En otro tiempo, incluso podríamos haber dormido entre las rocas. Pero el tiempo nos había embestido. Nos había acostumbrado a renunciar: Cada vez más cerca de aquellos que dicen amar el mar y sólo conocen la playa.

Abrí otra lata de cerveza, apreté la vacía. Pero yo conocía el mar y conocía la playa y la detestaba. En realidad, lo que detestaba eran las sombrillas, las neveras, las toallas... y ahí estaba, bebiendo cerveza bajo una sombrilla junto a una nevera, sobre una toalla. Era detestable. Me detestaba.


Lorite Serrano.