Gatos en la playa.
Oh, no, no le dé de comer a los gatos. Ya no sabemos qué hacer. Hay cuarenta y ocho gatos y, si todo el mundo hiciera lo que usted... Muy bien, dije,
guardando un trozo de pescado en el bolsillo de mi bañador. En
la mesa de atrás almorzaba un gitano y varias mujeres y niños, algunos de ellos cíngaros. Los niños jugaban en el suelo cortando el
paso hacia el baño, obligando al resto de comensales que necesitaran
acceder al aseo a cruzar el salón interior. Jugaban y alimentaban a
los gatos. Nadie les dijo nada. Ni de los gatos ni de cualquier otra
cosa. La camarera tenía tatuado en español: Prefiero ser
loca y feliz a normal y amargada. Bastaba con tenerla delante
para darse cuenta de que no era feliz, ni normal. El dueño era
italiano. No dejaba de hablar, siempre renegando, y bregaba con
camareros y clientes con la misma vehemencia aparentemente
desinteresada. Los camareros no eran camareros, simplemente servían
las mesas. El único individuo interesante trabajaba en la sombra.
Entre leña de olivo y un santo tallado en madera, que el mar había
escupido en tiempos de posguerra, espetaba sardinas un paraguayo
moreno y sabio. Nos contó la historia de la torre del lugar, y,
cuando le hablé de la perfección del mar, me habló de una luz
blanca y cegadora que le había sorprendido una noche en mitad de
algún lugar. Al otro lado de la torre y las sombrillas, en una
ensenada de rocas, el mar rompía sincero y cruel.
Los gatos cruzaban de acá para allá libres y enteros. Todos con sus
huevos bien pegados al culo. No se parecían en nada a los gatos de la ciudad. No estaban gordos, no eran lentos ni confiados. Miraban como
tigres. Violencia primigenia atrapada en ese desierto eléctrico que
es el fondo del ojo de un gato. Dormían entre las rocas, y si
bajaban a la terraza del chiringuito no era buscando caricias, sino
restos de espeto o un trozo de pescado frito. Éramos el medio de
conseguirlo, nada más. Tenían el mar, no necesitaban nada de
nosotros. Ni siquiera los restos de espeto. Pero la temporada baja era demasiado larga y aprovechaban el
verano y los turistas para recubrirse de esa fina capa de grasa que
les ayuda a combatir la escasez del invierno.
Terminamos de comer y volvimos caminando hasta el lugar donde
habíamos dejado nuestras cosas. ¿No es horrible la playa cuando hay
gente? Cerca de la orilla una lancha depuradora limpiaba el agua.
Sonreí imaginando que salía del agua y barría los primeros veinte
metros de sombrillas, neveras, toallas...Fui feliz fantaseando con que era
yo quien manejaba esa máquina.
Siempre nos pasa lo mismo, tendríamos
que haber venido en septiembre. Alguien dijo: es este calor, es esta
inercia; nos dejamos arrastrar...
Es este vellocino mugriento del que no podemos desprendernos, pensé,
mientras abría una lata de cerveza. Entonces volví a los gatos de
la playa. Éramos como ellos, me dije, mintiéndome, no necesitábamos
caricias, nos bastaba con el mar y un pedazo de espeto. En otro
tiempo, incluso podríamos haber dormido entre las rocas. Pero el
tiempo nos había embestido. Nos había acostumbrado a
renunciar: Cada vez más cerca de aquellos que dicen amar el mar y
sólo conocen la playa.
Abrí otra lata de cerveza, apreté la vacía. Pero
yo conocía el mar y conocía la playa y la detestaba. En realidad,
lo que detestaba eran las sombrillas, las neveras, las toallas... y ahí
estaba, bebiendo cerveza bajo una sombrilla junto a una nevera,
sobre una toalla. Era detestable. Me detestaba.
Lorite Serrano.