Pueden
hacerlo
Llegaron
de muy lejos trayendo algo consigo,
nadie
sabe qué, pero corrige y mejora todo.
Tienen
la capacidad de hacerte reflexionar,
algo
así como una cura de humildad,
y
con ello obligarte a aceptar, y a ser mejor.
Sólo
verlos cruzar una habitación,
avanzar
por el pasillo, cola enhiesta
rezumando
dignidad, achicarse
cuando
se empeñan en elegir su lugar,
holgazanear
con estilo, sin prisa y sin culpa,
sólo
por verlos dormir, merece la pena
estar
dotado de conciencia y memoria.
Con
ellos cerca está en paz mi corazón,
me
guían, me abrigan, hacen de mis días
un
vergel de calma, silencio y sabiduría.
Hacen
con su mierda en la arena
lo
que el poeta con la suya en el poema.
Cazadores
solitarios, no perdonan.
Llegaron
hace mucho tiempo,
van
y vuelven, pueden hacerlo,
a
través de esa puerta en sus ojos,
dilatada
o vertical, a la eternidad.
Ayer tenía un poema en la garganta
Una lavadora, una
secadora, un lavavajillas,
un secador de pelo,
una maquinilla de afeitar,
el último modelo de
cualquier electrodoméstico,
un coche nuevo, una
mujer, un sueldo fijo, un trofeo,
un reconocimiento,
un sueño cumplido, un éxito
una erección sin
precedentes, una botella de vino,
seis litros de
cerveza buena y fría,
todo lo que me
cuentes y todo lo que te diga.
Nada. Insisto, nada
hace la vida más fácil, más elástica,
le da más sentido a
este sinsentido
que llegar al lugar
donde vives, con la ciudad a cuestas
y la decepción
pegada a los zapatos,
en las suelas,
y escuchar esa
sinfonía de garganta milenaria,
ser mirado por esa
eternidad de pupilas dilatadas,
todo elegancia y
orgullo y estilo,
nada de sumisión ni
victimismo.
Morirían de hambre
antes que mover la cola ante nadie.
Gatos en la alborada
El verano en la ciudad
era azaroso y caliente.
Había que ser algo más
que un gato de la calle
para salir adelante.
Algunos lo consiguieron.
Otros no llegaron al otoño
y dejaron la ciudad
de la peor manera posible.
Desde mi vieja balaustrada
contemplo a los que quedaron
descansando en la alborada
tras otra noche de caza.
Libres y enteros
Me
gustan los gatos de la calle
cuando
aún no han sido modificados por nadie,
cuando
aún no han sido perturbados ni humanizados.
Los
quieren como ellos y les cortan los huevos,
los
inutilizan, y, quitándoles un trozo de oreja, los marcan.
Me
gustan los gatos callejeros,
su
arrogancia, el porte de su andar,
la
indiferencia con la que miran al resto de la ciudad,
y
me gustan sus huevos,
y
las gatas en celo maullando hasta el alba,
y
en la oscuridad de la noche dos machos matándose por ese fuego,
defendiendo
hasta el final cada palmo de terreno.
Me
gustan los gatos callejeros,
me
gusta su naturaleza,
rápida,
salvaje, cruel,
a
veces violenta.
Nunca
se supo de un gato
que
muriese de hambre en la calle.
¡Dejen
en paz a los gatos,
no
los hagan vulnerables!
Dejen
que vivan su tiempo
libres
y enteros.
Librerías de viejo
Salí
a caminar, sólo a eso.
No
iba a ningún sitio y llegué al centro.
No
buscaba nada y encontré un lugar lleno de libros
viejos,
cinco
librerías conté en menos de cien metros.
Entré
en una y ahí estaba,
constelación
de pecas sobre blanco roto,
olor
a libro viejo y a sexo, sostenida la mirada.
Salimos
a la calle y comenzó a llover con fuerza.
El
viento soplaba con una intensidad casi como la nuestra.
Aunque
no entraba en mis planes, la invité a entrar en casa
a
esperar que parase la tormenta.
La
tormenta no paró.
Fotos y textos: Lorite Serrano.